BEATA BEATRIX por Enrique Lihn





BEATA BEATRIX 

 
  Años atrás —cuando esos años no se llamaban así ni se prestaban

  aún

  a una ominosa confusión entre ellos— uno pudo, y además en

  una fecha precisa

  como lo es un pálpito o un tiro de gracia, disfrutar de una gran

  inocencia

  en relación a lo que ahora/entonces ocurrió. Cuando llega el

  verano

  se adopta, en forma mecánica, el peor de los partidos;

  todas las circunstancias sirven de coartadas, todos los viejos

  proyectos

  caen por fin en el arenoso abandono

  Providencialmente arrecia el mal tiempo en el Sur para que uno

  ceda

  a la tentación de los mismos lugares donde el verano se apoza a

  la espera de sus ritos.

  Y años atrás ese camino todavía, en el sobretiempo, intransitable

  no era más que un agradable trayecto entre la casa de Abraham y

  la Hostería Santa Elena

  No podían hollarlo los pasos perdidos ni se desviaba, como por

  obra de magia, de sus tramos visibles

  auspiciando tu equívoco encuentro con alguien cuyo aspecto

  induce a los espejismos:

  simple figura hecha de sol y nada, desprendida de un paño de la

  pared

  resplandeciente, en la sombra, a la caída del sol. Este camino no

  se interrumpía de golpe

  al borde de la duda que bordea el abismo ni ofrecía el penoso

  espectáculo

  del indeciso a quien el verano desdobla

  por piedad, para que pueda compartir su aburrimiento.

 
  Cuando a una hora presumiblemente única, y es la hora de ahora

  pero antes de su imposible repetición

 
  no digo yo ni tú; cuando ellos se encontraban aquí, eso era cosa

  de rutina:

  el oleaje inmóvil de la sombra de los pinos insignes encendidos

  por la peste herrumbrosa

  entre sólidas pendientes consteladas de jardines y mansiones

  prefabricadas.

  No se trataba de un rito que requiriera de estas palabras

  ni de lo que ellas dicen, en silencio: nunca fue.

 
  La misma puerta de entonces pero entonces es ahora

  cede a la doble presión memoriosa de un pequeño golpe

  intempestivo.

  Los verdaderos muertos son mucho más respetables. Tienen que

  ver, sin duda, con el corazón

  aunque se encuentren, al mismo tiempo, en otro sitio;

  permanecen allí enteramente invisibles

  en el abismo clausurado del cuerpo

  mientras la sangre los pule, el llanto o la imprecación

  hasta el día en que pierden como los guijarros su rostro

  y pesan sólo en la forma atenuada de lo que parece arcilla al

  tacto, con suavidad

  y la ceguera propia de una exploración en lo oscuro.

 
  Todo lo contrario de esta especie de escándalo:

  una puerta que cede a las materializaciones, en la misma,

  aparentemente en la misma habitación

  de hace quién sabe nunca.

  Una mujer exhibe su ausencia bajo la forma de su desaparición.

  No es un fantasma que se ofrezca desde un verano de

  ultramundo —el temblor del velo bajo el velo—

  ni lo que se conviene en llamar un recuerdo imborrable

  ni los esperados momentos de crisis (errores peligrosos

  que un hombre solo puede permitirse) es otra cosa.

  Sólo un feliz azar de la escritura puede dar cuenta de ello

  mediante ciertas palabras y no otras

  como si también ellas lo pudieran nombrar a condición de

  insignificarlo, sorteando

  el límite del sentido más acá del cual las palabras sueñan.

 
  Menos aún que el recuerdo de un nombre:

  ni el recuerdo ni el fantasma de nadie asumidos patéticamente

  por el solitario en una hora de crisis

  (ni la detención del tiempo ni el tiempo recuperado)

  algo que toma el aspecto del ser

  incapaz de aparecerse de otra manera que en su desaparición

  el espejeo de la luz entre los pliegues de la corriente

  como de joyas movedizas en los puntos de refracción

  Algo en lo que una mirada no se clava dos veces

  la vibración inmóvil del vuelo de una libélula

  pero en todo diferente de todo eso como lo es la Imagen de todas

  las imágenes

  Figura banal, por otra parte, en el exceso de sus señales de

  identidad

  surgida allí como si el inexistente verano —ni el de entonces ni el

  de ahora— tomara, ya maduro una forma semejante

  a Jane Bunde bajo el aspecto espectral de Beata Beatrix pero con

  el aura de los días hábiles.

  Sombra carnal de un cuerpo que en su familiaridad de otro

  mundo contigo parece ella la sorprendida como si fueras tú

  la aparición

  —un fuego fatuo con reflejos de seda brillante—

  alzando los brazos para rehacer su peinado con ese gesto de

  siempre y de nunca, pero sobrecogedoramente idéntico al de

  años atrás:

  el verdadero escándalo de esa sobrevida que no conocen los

  muertos, moldeado en la nada de un nombre que estarás a

  punto de balbucear

  oscilando entre el sollozo y las sílabas,

  objeto del deseo de tu deseo sin objeto.

  La aparecida en su desaparición como todo lo que vive de los

  peligrosos frutos de la memoria donde lo que es nunca fue.

  Caminas del brazo de una sombra, arrastrando los pies cansados

  del camino insigne de los pinos herrumbrosos

  y el mar que nada recuerda ni constituye el recuerdo de nada

  bien podría ofrecerte, puesto que no te sirve de báculo

  su ejemplo imposible de seguir

 
  y de significar: la expresión exacta será la más absurda de todas

  por no haber sido desechada como todas las otras.

 
  El mar ausente de la palabra mar (¿y qué podría significar

  ausente, en este caso?)

  no es nada ni, por ejemplo, el mismo de siempre

  La mer, la mer, toujours recommencée!

  ni cambiante o eterno.

 
  Esta inconmensurable cosa que meramente está no conoce las

  obsesiones

  por mucho que las olas las sugieran como accionadas por un

  mismo deseo

  si al hablar de ignorancia no hiciéramos una metáfora.

  No hay la manía del oleaje por romper la barrera del tiempo

  que lo levanta, no hay la ola escrita de un grabado japonés,

  única y engrifada a la manera de un dragón sobre la barca del

  pescador solitario

  pero tampoco hay vastas extensiones de nada, que pudieran

  aludir a la palabra extensión

  y ni siquiera en un solo punto esa nada se ciñe por unanimidad

  a una misma línea de la rompiente para estallar en la apariencia

  de esa furia que, por comodidad, asociamos a la palabra

  tempestad

  Ninguna relación de unas olas con otras; esas olas que

  representan, en el lugar común, el ir y venir de las

  generaciones

  y, en lo esencial, el paso del deseo a la muerte.

 
  Así el ejemplo que no podrás seguir ni definir:

  el mar vacío de sí mismo como los muertos pero, a diferencia de

  ellos ostentosamente visible: una presencia ausente

  hasta en sus más ínfimos detalles

  rodeos de una semejanza que toma el camino de la diferencia

  según el orden de un cálculo infinitamente aproximativo

  mientras que tú que tampoco llegarás nunca a nada siempre lo

  harás porque así estaba escrito

  y este poema mismo tiene sus días contados.

 
  Moldeada en la nada de este montón de palabras, vacía de sí

  misma, otra guarda por ella

  lo que quede del ser, quemado

  por el relumbrón de su apariencia hecha de lentitudes

  fatuidades de seda y reflejos brillantes

  Porque nadie más que el obsedido la ve. Baja en su compañía a la

  playa donde muchachos y muchachas tendidos en círculo

  a la manera de estrellas de mar parecen collares, cuerpos como

  abalorios y cabezas ensartadas

  en el hilo de la perezosa conversación que trenzan sobre la arena.

  Y esas no son palabras

  sino desplazamientos corporales; pero de ninguna manera,

  como en tu caso, el oficio de la enajenación de una nada a la

  Palabra ni la obsesión de un nombre que si pudieras gritarlo

  sería el fin de tu exilio.

 
  Los adolescentes gritan los nombres de su sangre como si te

  insultaran:

  Rosario, Andrea, Beatriz, Paulina. Dueños del mundo cuyo único

  sentido es la exaltación. Lo gratifican dilapidándolo

  en esa fiesta que, una y mil veces, separa a unas generaciones de

  otras

  Nombres que se funden con la espuma y la luz en la línea de la

  rompiente.

  Los tumultuosos de siempre al toreo de las olas, arrollados en el

  baño lustral por imposición de su tribu

  que, encepada en sus propios misterios, prescinde, ritualmente,

  de los hombres maduros

  y sus aburridoras heridas invisibles como la que en ti recorre este

  poema, al encuentro de nada,

  incapaz de abrirse en un nombre, y lo estás viendo tú, el único en

  verlo

  así como nadie es aceptado como testigo ocular

  en el sueño de los demás.

 
  El vacío de un ser que se presenta en su ausencia

  en respuesta a un imposible llamado puesto que ella no es más

  que su desaparición

 
  ni tampoco un diálogo con los espíritus dueños de sus actos

  supuestamente inmateriales.

 
  Como el mar que no responde a la voz de mar y al que, por lo

  tanto, nada puede conmoverlo en su nada

  Así de comparable, en suma, a cualquier cosa e incomparable

  con nada como cualquier cosa con otra.

 
  (Por fuerza mayor, 1975) 






daniel rojas pachas

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