BEATA BEATRIX
Años atrás —cuando esos años no se llamaban así ni se prestaban
aún
a una ominosa confusión entre ellos— uno pudo, y además en
una fecha precisa
como lo es un pálpito o un tiro de gracia, disfrutar de una gran
inocencia
en relación a lo que ahora/entonces ocurrió. Cuando llega el
verano
se adopta, en forma mecánica, el peor de los partidos;
todas las circunstancias sirven de coartadas, todos los viejos
proyectos
caen por fin en el arenoso abandono
Providencialmente arrecia el mal tiempo en el Sur para que uno
ceda
a la tentación de los mismos lugares donde el verano se apoza a
la espera de sus ritos.
Y años atrás ese camino todavía, en el sobretiempo, intransitable
no era más que un agradable trayecto entre la casa de Abraham y
la Hostería Santa Elena
No podían hollarlo los pasos perdidos ni se desviaba, como por
obra de magia, de sus tramos visibles
auspiciando tu equívoco encuentro con alguien cuyo aspecto
induce a los espejismos:
simple figura hecha de sol y nada, desprendida de un paño de la
pared
resplandeciente, en la sombra, a la caída del sol. Este camino no
se interrumpía de golpe
al borde de la duda que bordea el abismo ni ofrecía el penoso
espectáculo
del indeciso a quien el verano desdobla
por piedad, para que pueda compartir su aburrimiento.
Cuando a una hora presumiblemente única, y es la hora de ahora
pero antes de su imposible repetición
no digo yo ni tú; cuando ellos se encontraban aquí, eso era cosa
de rutina:
el oleaje inmóvil de la sombra de los pinos insignes encendidos
por la peste herrumbrosa
entre sólidas pendientes consteladas de jardines y mansiones
prefabricadas.
No se trataba de un rito que requiriera de estas palabras
ni de lo que ellas dicen, en silencio: nunca fue.
La misma puerta de entonces pero entonces es ahora
cede a la doble presión memoriosa de un pequeño golpe
intempestivo.
Los verdaderos muertos son mucho más respetables. Tienen que
ver, sin duda, con el corazón
aunque se encuentren, al mismo tiempo, en otro sitio;
permanecen allí enteramente invisibles
en el abismo clausurado del cuerpo
mientras la sangre los pule, el llanto o la imprecación
hasta el día en que pierden como los guijarros su rostro
y pesan sólo en la forma atenuada de lo que parece arcilla al
tacto, con suavidad
y la ceguera propia de una exploración en lo oscuro.
Todo lo contrario de esta especie de escándalo:
una puerta que cede a las materializaciones, en la misma,
aparentemente en la misma habitación
de hace quién sabe nunca.
Una mujer exhibe su ausencia bajo la forma de su desaparición.
No es un fantasma que se ofrezca desde un verano de
ultramundo —el temblor del velo bajo el velo—
ni lo que se conviene en llamar un recuerdo imborrable
ni los esperados momentos de crisis (errores peligrosos
que un hombre solo puede permitirse) es otra cosa.
Sólo un feliz azar de la escritura puede dar cuenta de ello
mediante ciertas palabras y no otras
como si también ellas lo pudieran nombrar a condición de
insignificarlo, sorteando
el límite del sentido más acá del cual las palabras sueñan.
Menos aún que el recuerdo de un nombre:
ni el recuerdo ni el fantasma de nadie asumidos patéticamente
por el solitario en una hora de crisis
(ni la detención del tiempo ni el tiempo recuperado)
algo que toma el aspecto del ser
incapaz de aparecerse de otra manera que en su desaparición
el espejeo de la luz entre los pliegues de la corriente
como de joyas movedizas en los puntos de refracción
Algo en lo que una mirada no se clava dos veces
la vibración inmóvil del vuelo de una libélula
pero en todo diferente de todo eso como lo es la Imagen de todas
las imágenes
Figura banal, por otra parte, en el exceso de sus señales de
identidad
surgida allí como si el inexistente verano —ni el de entonces ni el
de ahora— tomara, ya maduro una forma semejante
a Jane Bunde bajo el aspecto espectral de Beata Beatrix pero con
el aura de los días hábiles.
Sombra carnal de un cuerpo que en su familiaridad de otro
mundo contigo parece ella la sorprendida como si fueras tú
la aparición
—un fuego fatuo con reflejos de seda brillante—
alzando los brazos para rehacer su peinado con ese gesto de
siempre y de nunca, pero sobrecogedoramente idéntico al de
años atrás:
el verdadero escándalo de esa sobrevida que no conocen los
muertos, moldeado en la nada de un nombre que estarás a
punto de balbucear
oscilando entre el sollozo y las sílabas,
objeto del deseo de tu deseo sin objeto.
La aparecida en su desaparición como todo lo que vive de los
peligrosos frutos de la memoria donde lo que es nunca fue.
Caminas del brazo de una sombra, arrastrando los pies cansados
del camino insigne de los pinos herrumbrosos
y el mar que nada recuerda ni constituye el recuerdo de nada
bien podría ofrecerte, puesto que no te sirve de báculo
su ejemplo imposible de seguir
y de significar: la expresión exacta será la más absurda de todas
por no haber sido desechada como todas las otras.
El mar ausente de la palabra mar (¿y qué podría significar
ausente, en este caso?)
no es nada ni, por ejemplo, el mismo de siempre
La mer, la mer, toujours recommencée!
ni cambiante o eterno.
Esta inconmensurable cosa que meramente está no conoce las
obsesiones
por mucho que las olas las sugieran como accionadas por un
mismo deseo
si al hablar de ignorancia no hiciéramos una metáfora.
No hay la manía del oleaje por romper la barrera del tiempo
que lo levanta, no hay la ola escrita de un grabado japonés,
única y engrifada a la manera de un dragón sobre la barca del
pescador solitario
pero tampoco hay vastas extensiones de nada, que pudieran
aludir a la palabra extensión
y ni siquiera en un solo punto esa nada se ciñe por unanimidad
a una misma línea de la rompiente para estallar en la apariencia
de esa furia que, por comodidad, asociamos a la palabra
tempestad
Ninguna relación de unas olas con otras; esas olas que
representan, en el lugar común, el ir y venir de las
generaciones
y, en lo esencial, el paso del deseo a la muerte.
Así el ejemplo que no podrás seguir ni definir:
el mar vacío de sí mismo como los muertos pero, a diferencia de
ellos ostentosamente visible: una presencia ausente
hasta en sus más ínfimos detalles
rodeos de una semejanza que toma el camino de la diferencia
según el orden de un cálculo infinitamente aproximativo
mientras que tú que tampoco llegarás nunca a nada siempre lo
harás porque así estaba escrito
y este poema mismo tiene sus días contados.
Moldeada en la nada de este montón de palabras, vacía de sí
misma, otra guarda por ella
lo que quede del ser, quemado
por el relumbrón de su apariencia hecha de lentitudes
fatuidades de seda y reflejos brillantes
Porque nadie más que el obsedido la ve. Baja en su compañía a la
playa donde muchachos y muchachas tendidos en círculo
a la manera de estrellas de mar parecen collares, cuerpos como
abalorios y cabezas ensartadas
en el hilo de la perezosa conversación que trenzan sobre la arena.
Y esas no son palabras
sino desplazamientos corporales; pero de ninguna manera,
como en tu caso, el oficio de la enajenación de una nada a la
Palabra ni la obsesión de un nombre que si pudieras gritarlo
sería el fin de tu exilio.
Los adolescentes gritan los nombres de su sangre como si te
insultaran:
Rosario, Andrea, Beatriz, Paulina. Dueños del mundo cuyo único
sentido es la exaltación. Lo gratifican dilapidándolo
en esa fiesta que, una y mil veces, separa a unas generaciones de
otras
Nombres que se funden con la espuma y la luz en la línea de la
rompiente.
Los tumultuosos de siempre al toreo de las olas, arrollados en el
baño lustral por imposición de su tribu
que, encepada en sus propios misterios, prescinde, ritualmente,
de los hombres maduros
y sus aburridoras heridas invisibles como la que en ti recorre este
poema, al encuentro de nada,
incapaz de abrirse en un nombre, y lo estás viendo tú, el único en
verlo
así como nadie es aceptado como testigo ocular
en el sueño de los demás.
El vacío de un ser que se presenta en su ausencia
en respuesta a un imposible llamado puesto que ella no es más
que su desaparición
ni tampoco un diálogo con los espíritus dueños de sus actos
supuestamente inmateriales.
Como el mar que no responde a la voz de mar y al que, por lo
tanto, nada puede conmoverlo en su nada
Así de comparable, en suma, a cualquier cosa e incomparable
con nada como cualquier cosa con otra.
(Por fuerza mayor, 1975)
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