Y los que fuimos tristes, sin saberlo, una vez,
antes de toda historia: un pueblo dividido
—remotamente próximos— entre infancias distintas.
Los que pagamos con la perplejidad nuestra forzada
permanencia
en el jardín cuando cerraban por una hora la casa,
y recibimos
los restos atormentados del amor bajo la especie de
una «santa paciencia»
o la ternura mezclada
al ramo de eucaliptus contra los sueños malsanos.
«Tú eres el único apoyo de tu pobre madre; ya ves
cómo ella se sacrifica por todos».
«Ahora vuelve a soñar con los ángeles». Quienes
pasamos el superfluo verano
de los parientes pobres, en la docilidad, bajo la
perversa mirada protectora
del gran tío y señor; los que asomamos la cara
para verlo
dar la orden de hachar a las bestias enfermas,
y el cabeceo luego
de su sueño asesino perfumado de duraznos.
Frágiles, solitarios, distraídos: «No se me ocurre
qué, doctor», pero obstinados
en esconder las manos en el miedo nocturno, y en
asociarnos al miedo
por la orina y a la culpa por el castigo paterno.
Los que vivimos en la ignorancia de las personas
mayores sumada a nuestra propia ignorancia,
en su temor a la noche y al sexo alimentado de
una vieja amargura
—restos de la comida que se arroja a los gorriones—.
«Tú recuerdas únicamente lo malo, no me
extraña:
es un viejo problema de la familia». Pero no,
los que fuimos
minuciosamente amados en la única y posible
extensión de la palabra
que nadie había dicho en cincuenta años a la redonda,
pequeñas caras impresas sellos de la alianza.
Sí, verdaderamente hijos de la buena voluntad, del
más cálido y riguroso estoicismo. Pero,
¿no es esto una prueba de amor, el
reconocimiento
del dolor silencioso que nos envuelve a todos?
Se transmite, junto a la mecedora y el reloj de
pared, esta inclinación a la mutua
ignorancia,
el hábito del claustro en que cada cual prueba,
solitariamente, una misma amargura. Los
que nos prometíamos
revelarnos el secreto de la generación en el día del
cumpleaños: versión limitada a la duda
sobre el vuelo de la cigüeña y al préstamo
de oscuras palabras sorprendidas en la
cocina, sólo a esto
como regalar un paquete de nísperos, o en casa
del avaro
la alegría del tónico que daban de postre.
«Han-fun-tan-pater-han»
Sí, el mismo pequeño ejemplar rizado según una
antigua costumbre, cabalgando, con gentil
seriedad, las interminables rodillas del
abuelo paterno.
(Y es el momento de recordarlo. Abuelo, abuelo que
según una antigua costumbre infundiste el
respeto temeroso entre tus hijos
por tu sola presencia orgullosa: las botas altas y el
chasquido del látigo para el paseo matinal
bajo los álamos.
Niño de unas tierras nevadas que volvieron por ti
en el secreto de la vejez solitaria
cuando los mayores eran ahora los otros y tú el hombre
que de pronto lloró
pues nadie lo escuchaba volver a sus historias.)
«Han-fun-tan-pater-han»
El mismo jinete de las viejas rodillas. «No hace
más de dos años; entonces se pensaba
que era un niño demasiado sensible».
Los primeros en sorprendernos de nuestros propios
arrebatos de cólera o crueldad
esa vez, cuando el cuchillo de cocina pasó sesgando
una mano sagrada
o la otra en que descuidamos las brasas en el suelo,
en el lugar de los juegos descalzos;
flagrantes victimarios de mariposas embotelladas:
muerte por agua yodurada, aplastamiento de las
larvas sobre la hierba y caza
de la lagartija en complicidad con el autor de la
muerte
por inflación en el balde. Muerte por emparejamiento
de las grandes arañas en el claustro de vidrio, y
repentinamente la violencia
con los juguetes esperados durante el año entero.
«Se necesita una paciencia de santa».
Los que habíamos aprendido a entrar en puntillas
al salón de la abuela materna; a no
movernos demasiado, a guardar un silencio
reverente: supuesta inclinación
a los recuerdos de la Bella Época ofrecidos al cielo
sin una mota de polvo junto al examen de
conciencia y al trabajo infatigable en el
hormiguero vacío
y limpio, limpio, limpio como el interior de un
espejo que se trapeara por dentro: cada
cosa numerada, distinta, solitaria.
Los últimos llamados en el orden del tiempo, pero
los primeros en restablecer la eternidad,
«Dios lo quiera»,
en el desorden del mundo, nada menos que esto;
mientras recortábamos y pegoteábamos
papeles de colores:
estigmas de San Francisco y cabelleras de Santa Clara
—gente descalza en paisajes nevados—,
y se nos colmaba, cada vez, de un regalo diferente:
alegorías de un amor Victoriano:
la máquina de escribir y la vitrola. Los que nos
educamos en esta especie de amor a lo
divino, en el peso de la predestinación y
en el aseo de las uñas;
huéspedes respetuosos y respetados a los seis años;
confidentes de una angustia sutil,
discípulos suyos en teología.
Listos, desde el primer momento, para el cocimiento
en el horno de la fe atizado por Dios y
por el Diablo, bien mezclada la harina
a una dosis quizá excesiva de levadura;
rápidamente inflados al calor del catecismo. Los
que, en lugar de las poluciones nocturnas,
conocimos el éxtasis, la ansiedad por asistir
a la Misa del Gallo, el afán proselitista
de los misioneros, el miedo
a perder en la eternidad a los seres queridos, el
vértigo de la eternidad cogido al borde
del alma: un resfrío abisal, crónico
e inefable;
inocuos remordimientos de conciencia como los
dolores de los dientes de leche; el incipiente
placer de la autotortura
bajo un disfraz crecedor, con las alas hasta el suelo.
En el futuro la brevedad de un Nietzche de
manteca, cocinado en sí mismo; el tránsito
de Weininger perseguido por un fantasma
sin alma. Ahora el lento girar en torno
a la crucifixión,
oprimidos en el corazón, Adelgazados en la sangre.
Caldeados en el aliento.