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Querido Pedro:
la necesaria actualidad de Enrique Lihn
Como un paisaje en que las reales
eminencias se han contado siempre con los dedos de la mano, en Chile ha sido
difícil ver en frío la real dimensión de nuestra vida intelectual y el lugar
que en ella han tenido sus actores. No es sólo que nuestras figuras
intelectuales de real relieve siempre hayan sido relativamente pocas, es que
además nuestra despierta máquina de administración cultural ha sabido siempre bien
cómo hacer que el dibujo final se vea de la manera menos hiriente para el ojo
reposado de nuestras burguesías –sin esa molesta desarmonía de la verdad-, con
expertos productores de discurso crítico que tomaban cada uno su paleta del
pintor paisajista. Personajes como Raúl Silva Castro, Hernán Díaz Arrieta o J.
M. Ibáñez-Langlois han asumido este rol pontifical con respecto a la poesía, con
una función que no fue menor si se examina las coyunturas de cambio político y
social que les tocó cumplir –el Frente Popular, la ascensión de las clases
medias a la hegemonía cultural, el Golpe de Estado del 73.
Querido
Pedro. Cartas de Enrique Lihn a Pedro Lastra (1967-1988) (Santiago: Das
Kapital, 2012) representa un hito fundamental en la revisión en frío de la figura de Lihn, una
personalidad que se ha visto nublada por el oscuro proceso de reformulación de
nuestro imaginario cultural que hemos padecido tras la Dictadura. Lihn se
invistió de una serie de caracteres definidos por la negatividad con respecto a
La Oficialidad Cultural (esto en la más absoluta de las abstracciones),
encarnando el espíritu individualista del creador, la preocupación por el texto
y el disenso político permanente. La misma lectura de sus textos –y en esto
comento en una perspectiva netamente personal, como parte de la Generación de los 90, sea lo que fuere
que eso signifique o implique- resultaba influida por este matiz previo: tal
como Parra fue el no-Neruda para los 60 y 70, para un buen número de nosotros,
en los 90, Lihn era el no-Zurita, aquel que no tenía a nadie a quién redimir ni
una causa para hacerlo, aquel que jamás escribiría para las masas; por una
falaz consecuencia, al fin, Lihn era quien debía asumir el fracaso como rol
natural y quien, como parecieran decir las clásicas fotos de Luis Poirot, tenía
su gesto de hastío o de ansiedad como únicas respuestas posibles ante el abuso
y la ruina. En el museo de estatuas de nuestra imagen mental, éste fue el Lihn
que quedó, y así lo leímos durante un buen tiempo.
En buena hora, Querido Pedro nos recuerda que el lugar de la obra intelectual no
es un museo de cera y que nuestra vida cultural no funciona como una selva en
que naturalmente los animales se
comen los unos a los otros. El libro nos presenta a Enrique Lihn sin las
máscaras que tuvo a bien usar, dándonos el andamiaje de razones para la irónica
autopromoción que practicó sobre el telón de fondo de una penumbra mucho peor
en su confusión que una oscuridad total.
En un pasaje clave de una carta de 1977,
Lihn plantea irónicamente su autopromoción como el único secreto de un posible éxito. Puesto en contexto, este éxito implica una ironía gigantesca,
desde el momento en que Querido Pedro
nos muestra desde dentro la debilitada red editorial y de difusión cultural
bajo la Dictadura, la mínima capacidad para generar la más débil densidad de
discursos críticos sobre la escritura –y ni hablemos de crítica cultural en un
sentido más amplio. Difícilmente han existido antes de la publicación de estas
cartas otros documentos que permitan
entender mejor los procedimientos reales y cotidianos que supuso la creación y
mantención del “apagón cultural”, desde la más obvia amenaza de coerción física
hasta la permanente inseguridad laboral en universidades que atraviesan una
intensa terapia de shock administrativo, y que derechamente se harían el último
refugio dentro del país que podía permitir a un artista e intelectual como Lihn
ejercer labores de creación y crítica cultural –labores que, si bien antes
serían esperables y hasta exigibles, ya bajo el pleno desarrollo de la penumbra
cultural de la Dictadura han perdido toda necesidad.
En segundo lugar, las cartas otorgan una
ventana abierta hacia esa penumbra cultural, en que si bien no dejan de
expresarse las tensiones sociales, políticas y económicas del momento, aparecen
deformadas bajo el peso de un escenario en que, a falta de una circulación
abierta y de una aspiración superior a su expresión misma, la cultura se
transforma en una cifra transable entre pocas manos, en un mercado que, cuando
no se ilumina por la extremadamente
poderosa y visible gravitación de las instituciones extranjeras –universidades
y fundaciones que acaban constituyéndose en verdaderas hadas madrinas-, queda
cubierto por la nebulosa de jugarretas políticas de coyuntura y autopromociones
de carácter netamente conspirativo y autorreferente. La oscura relación que a
través de estas cartas se lee entre el poder político y la circulación cultural
(implicando en esto creadores, editores y académicos) trasciende con mucho la
mecánica simplificación que presenta a un medio artístico e intelectual solidariamente aplastado por la
Dictadura; la intervención de Lihn en el Congreso de Artistas y Trabajadores de
la Cultura de diciembre de 1983, reproducida en el libro, muestra peligros que
acabaron siendo bastante más duraderos –al leerlo en 2012- que la represión
sobre los cultores, la censura o la banalización. Baste destacar la alusión
reiterada a un modelo de autopromoción excluyente, que reajusta su actualidad a través de racionalizaciones
seudoteóricas, en una jerga incomprensible:
Para
que la cosa sea más atractiva, se restringe la tradición poética a dos nombres
y se invoca a Neruda como fundador único o casi único. Parra sería el otro polo
de una falsa dialéctica Poesía-Antipoesía, cuya síntesis se encargaría de
efectuar el grupo en cuestión, pero de una manera radicalmente nueva. Estos
apresurados tienen su Olimpo de utilería teórica en que solo caben ellos, no
más de diez personas sentadas. El organismo que los reúne debe felicitarse, ha
reunido a los inmortales del momento. (…) Me refiero a un caso específico, pero
de ninguna manera aislado, de táctica cultural, que evidentemente apunta, creo,
a prefigurar la toma del poder político mucho más que a toda otra cosa. Es
también la inevitable lucha entre generaciones, que se da en cualquier contexto
sociocultural, pero que ahora se inviste de pretensiones desaforadas.
La alusión se dirige claramente a la
Escena de Avanzada, aunque más que presentarlo como caso único, Lihn subraya
que esto constituye un modelo de acción.
La publicación de este texto de 1983 constituye un aporte invaluable ya no sólo
para entender las formas en que Lihn encara el compromiso político en un
período decisivo, sino para apreciar el fundamento no tan lejano de lo que será
la política cultural de la Concertación como herramienta de
institucionalización, neutralización política y normalización.
No sólo por esto la actualidad de
Enrique Lihn queda confirmada con estas cartas: la áspera relación de la
conciencia creadora con un medio que ya apenas escondía su lógica competitiva
nos pone en una perspectiva mucho más familiar que la apoteosis burocrática de
Pablo Neruda o Gabriela Mistral, o la heroicidad estentórea de Pablo De Rokha.
En este sentido Lihn, junto quizás a Gonzalo Millán, nos presenta en Querido Pedro la actitud plenamente civil que reconoce Bolaño en el autor de
La Ciudad, estableciendo un claro contraste
ante cualquier voluntad sacerdotal que se asuma por sobre aquellos que se suponen como masa redimible. Resulta, sin
embargo, paradójico que tanto Lihn como Millán, en sus respectivos escritos de
espera de la muerte, no duden en asumir el rol de testigo, sentido primordial
del martirio: la trascendencia de la labor creadora e intelectual termina
irguiéndose firme, y hasta de manera misteriosa, ante un mundo cada vez más
degradado en sus fundamentos éticos. En este sentido, resulta ejemplarizador
para nuestra propia actividad en una época, si no tan cruel, tanto o más
nebulosa que la Dictadura.
Querido
Pedro ha
llegado para ser uno de esos libros necesarios en la jamás concluida aspiración
a una historia lúcida de nuestra vida cultural; esperamos que también lo sea en
la formación de los creadores jóvenes, a fin de que bajo nuevas condiciones,
sean los que sean los vientos del cambio, tengamos en Chile la molesta
presencia perpetua de quienes no desean tirar el carro de poderes políticos que
se han vuelto ya demasiado hábiles.
Mención aparte merecen los textos de
presentación del editor –Camilo Brodsky-, de Pedro Lastra, Guillermo Valenzuela
y Jaime Pinos, que desde distintos ángulos complementan la fundamental labor de
este libro: la actualización de uno de nuestros intelectuales más lúcidos y opacados de nuestra historia.
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