LA VIRGEN EN EL SANTUARIO DESMORONADO (SOBRE LA TIRANA DE DIEGO MAQUIEIRA) Thomas Harris Espinosa En Revista Mapocho. Nº 54
“La imagen del cuerpo no se inventa: brota, se desprende
como un fruto o un hijo del cuerpo del Mundo”.
Octavio Paz: Conjunciones y disyunciones.
La encarnación en imágenes del cuerpo es un producto: emerge, nace o se desgarra de los cuerpos sociales, históricos y culturales de su tiempo y su espacio. Puede ser encarnación o desgarradura, pero lo constituyen el reflejo, la analogía y la mimesis. Pero en el caso del cuerpo se impone una suerte de dualidad ontológica: es, como afirma Roland Barthes sobre la Bruja en su prefacio a La Sorcière de Jules Michelet (1959), a un tiempo, un producto y un objeto: “captada en el doble movimiento de una causalidad y una creación”. Y ambos producto-objetos históricos y estéticos que encarnan en imágenes, el cuerpo y la bruja, no han estado lejos en la espiral de la Historia: es más, a veces se han fundido en épocas oscuras donde son castigados como una sola entidad maligna o diabólica, enemiga del Espíritu y la Razón.
De esta manera, el cuerpo en el arte contemporáneo ha transitado desde la máquina erótica de Marcel Duchamp y las muñecas de perversión polimorfa de Hans Bellmer, en las vanguardias de posguerra, al cuerpo sudamericano, lacerado y reprimido, durante la dictadura militar de los 70-80 en Chile, en las performances de Carlos Leppe, entre vendas, travestismo e instrumentos de tortura; o, ya entrados los 90, en experimentaciones como la llamada “Casa de vidrio” o “Proyecto Nautilus” (pobre Julio Verne revolviéndose en su tumba) consistente en una suerte de instalación en la que dentro de una casa de paredes transparentes, ubicada en un terreno baldío en el centro de Santiago, se paseaba, fingiendo una rutina cotidiana, una joven actriz, con más desnudos cotidianos que los que en la cotidianidad se practican; el espectáculo –dado que de eso se trataba, al final de cuentas, la “propuesta”–, más que el de la privacidad expuesta fue el del desenfreno voyerista y lúbrico de una horda de perros humanos hambrientos de mirar. La creatividad de la opresión: del martirologio a la compulsión voyerista. Finalmente, ya entrados en el año 2000, Spencer Tunick llega a Santiago de Chile con sus sesiones fotográficas de desnudos masivos, realizados en la madrugada, y programados para una serie de tomas fotográficas, donde el “destape” chileno mostró, más que una catarsis liberadora, una nueva compulsión de mostrar desesperadamente, como si esa madrugada fuera la víspera del Apocalipsis, unos cuerpos violáceos, casi a 0° grados centígrados, y donde estos cuerpos evidenciaban la falta de salud y los malos hábitos alimenticios de la población chilena, en la celulitis, los vientres desbaratados y las carnes flácidas de jóvenes y viejos, productos de las grasas saturadas y el exceso de comida “chatarra” de las cadenas McDonald’s.
Pero no sólo hay mimesis del cuerpo histórico y social en la imagen del cuerpo producida por el arte o por las representaciones culturales en un sentido más amplio, sino, además, resistencias en la imagen artística del cuerpo hacia el cuerpo de su Mundo, desgarradura del cuerpo del hombre con su entorno o contexto, y expresión multiforme de esta desgarradura; el arte –y la cultura toda– codifica una totalidad difusa e inabarcable para la percepción y la devuelve en forma asible en el tejido del sentido a nuestra conciencia.
Pero particularmente en el arte, como en el erotismo, aparece siempre una “alteración”, al decir de Bataille, una fisura, el rudimento de una forma de resistencia: es el espacio polivalente de la angustia, la angustia que constituye el sentido de aquella desgarradura en la superficie rugosa y alienada del contexto.
Esta relación de mimesis y resistencias, creo, se reproduce en el interior del poemario La Tirana de Diego Maquieira (1983), texto que relaciona estrechamente la imagen del cuerpo y la concepción del erotismo como práctica de intercambio erótico en la ciudad contemporánea, como práctica social sancionada por una cultura y praxis urbanas, cuyo núcleo semántico, en el texto, estaría condensado, o abrigaría su mayor condensación semántica en el enunciado: “puta religiosa”.
En mi solitaria casa estoy borracha
y hospedada de nuevo
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
ya no me puedo sola, yo la puta religiosa
la paño de lágrimas de Santiago de Chile
la tontona mojada de acá
Me abren de piernas con la ayuda de impedidos
y me ven tirar en la sala de la hospedería
La Tirana XI
(Agarrándome al cielo de Dios)
Antes de desarrollar este aspecto mencionaré algunos elementos articuladores del poema, necesarios para comprender de qué manera el enunciado citado va desplegándose metafóricamente en los diversos estratos del poemario.
– La Tirana como texto donde se reúnen principios y términos considerados tradicionalmente como contradictorios, en un intento de fusión dialéctica, de anulación de antípodas, de claras reminiscencias del surrealismo bretoniano de 1924.
– El texto como intersticio de resistencia del cuerpo en tanto entidad biológica reprimida.
– El espacio urbano como escenario o locus donde transcurre el poema, en tanto es una serie fragmentada de secuencias narrativas interruptas.
– Una conducta poética o textual imprevisible y barroca, como la define Enrique Lihn en la revista Cauce del 5 al 11 de mayo de 1986, refiriéndose a Los Sea Harrier en el firmamento de eclipses (Poemas de anticipo), el siguiente libro publicado por Maquieira, en el otoño de 1986, después de La Tirana: “El título del primer poema, en inglés, escribe Lihn, “Baroque Behavior” comportamiento barroco) es la expresión que se utiliza en Inglaterra para designar las nuevas tribus británicas (Punks, Teddy Boys, Mods, Bikers, etc.). La conducta lingüística de Maquieira es también imprevisible y barroca: una mimesis de la peligrosidad de esos grupos marginales. Y la marginalidad es su tema.”
– Y, siguiendo a Lihn en el texto citado: la marginalidad como eje articulador del poemario: “la marginalidad central del explosivo mundo moderno o el descentramiento de este mundo por el poder marginal”: el demonio de quien “se anuncia una próxima revuelta hacia el porvenir, para recuperar la antigua y olvidada belleza”. Donde desembocamos en un subtópico, el de la “belleza convulsiva” de la que hablaba André Breton o, un poco antes en el tiempo, en los gestos luciferinos de Baudelaire. No sé si estará de más aclarar, siguiendo todavía a Enrique Lihn, que todo esto ocurre al nivel del relato que tanto los poemas de los Sea Harrier como los de La Tirana proponen como una virtualidad.
El poemario –un conjunto orgánico de textos que se entrecruzan, mixturan y relacionan, divididos en dos series (“Primera docena” y “Segunda docena”), con un “Gallinero” intercalado–, se programa en el poema que abre la “Primera docena” de la serie:
Yo, La Tirana, rica y famosa
la Greta Garbo del cine chileno
pero muy culta y calentona, que comienzo
a decaer, que se me va la cabeza
cada vez que me pongo a hablar
y a hacer recuerdos de mis polvos con Velázquez.
Ya no lo hago tan bien como lo hacía antes
Antes, todas las noches y a todo trapo
Ahora no
Ahora suelo a veces entrar a una Iglesia
cuando no hay nadie
porque me gusta la luz que dan ciertas velas
la luz que le dan a mis pechugas
cuando estoy rezando.
Y es verdad, mi vida es terrible
Mi vida es una inmoralidad
Y si bien vengo de una familia muy conocida
Y si es cierto que me sacaron por la cara
y que los que están afuera me destrozarán
Aún soy la vieja que se los tiró a todos
Aún soy de una ordinariez feroz
La Tirana I
(Me sacaron por la cara)
Hay, en esta voz que comienza a hablar de sopetón, entrando en el texto con la afirmación más apremiante que puede hacer quien habla, el Yo, la primera persona del singular que individualiza y desmarca, que asume al sujeto en toda su potencialidad: un yo que es femenino en sus atributos, que se presenta un tanto clownescamente, como en los discursos de algunos personajes de Beckett, en los que rara vez podemos distinguir desde dónde se nos habla y dónde se ubican la dramatis personae o las voces; en el caso de Maquieira, una “Yo” muy ambigua y difusa que se compara con Greta Garbo, pero que a la vez decae, tanto sexual como socialmente (en un país como Chile, que en algunos segmentos sociales aún se vive en un substrato colonial, evidenciados más aún en el contexto represivo y estratificado de la dictadura militar), y que se refugia en las “Iglesias” –¿por qué esas ‘Iglesias’ plurales con mayúscula?– y se erotiza con la luz de “ciertas velas” que le iluminan los pechos (“pechugas”) cuando comienza a rezar en la semipenumbra del templo, como una suerte de sustituto del recuerdo de “mis polvos (coitos) con Velázquez” (que más adelante identificaremos como el autor de “Las Meninas”); es decir, como una sublimación religiosa del sexo que antes hacía “a todo trapo”, y “todas las noches”, “pero ahora no”. Lo más extraño, en un comienzo de la lectura de La Tirana, es que esta “Greta Garbo del cine chileno” se solaza en su caída, en su “comienzo a decaer”, en su desmoronarse como un montón de piedras como Pedro Páramo al final de la novela de Rulfo, y, de ese desmoronamiento, de ese decaer, saca la violenta afirmación de su vigencia, de su supervivencia, de su, en suma, proferir:
Aún soy la vieja que se los tiró a todos
Aún soy de una ordinariez feroz.
En “La segunda docena” ocurre algo similar, nuevamente la voz de la Tirana, comienza hablar desde una suerte de indeterminación barroca que se va sumiendo en un mundo carnavalesco y violento, fragmentado y demoníaco, risible hasta la herida y de una ambigua imaginería de devocionario:
En el pabellón de los santos, yo La Tirana
a fuego cruzado por las entradas
me pego la media volada de mi misma vida
Está la cama, está el retrato de Olivares
sólo dos sábanas transparentadas
al contacto de mi cuerpo:
llena de puntos 50 en cada esquina de salida
de mí misma la fachada el desnudo de Dios
Me caí, estoy empantanada en la belleza
me abro hoyos para que salga mi cuerpo
y me salgan hostias por los hoyos
Me ven soplada por vientos que suben
Ya nadie sabe lo que yo hablo
Blanca como papel apenas me ven la vida
pues me han sacado de mi más de allá
La Tirana XIII
(Nadie sabe lo que yo hablo)
Es así como, “sacada de su ámbito de su más de allá” –que podemos suponer sea el de la fiesta religiosa que se realiza en el norte de Chile, donde la virgen y el demonio bailan de la mano, y la que remite el ambivalente título del poemario; o la muerte, que en una de sus tantas denominaciones de la tradición oral se puede homologar con el enunciado citado: “se fue al más allá”, u otro espacio que se despliegue de las múltiples aristas del barroco al que el texto se adscribe, en tanto escritura y referencias: el personaje –o la persona, la voz que habla en todo el poemario– que ha sido traído –no sabemos por quién– al texto desde un espacio que no es ni sincrónico ni espacialmente el mismo; es decir, esa extraña voz que nos habla en el siempre ahora del poema ha sido traspuesta desde otro espacio a uno, el del texto, que no le pertenece y en el que su discurso se percibe como casi ininteligible: “NADIE SABE LO QUE YO HABLO”.
Ahora bien, el ámbito donde transcurre y discurre el poema de Diego Maquieira es la ciudad, ámbito de trasposición, como habíamos dicho al comienzo, donde esa voz que habla en el texto y que identificamos como un algo que se nombra a sí misma como “La Tirana”. Esta ciudad es Santiago de Chile, en concreto, una ciudad latinoamericana contemporánea, donde –se nos va evidenciando en el poema– las prácticas, ritos, encuentros, sucesos, etcétera, difieren del locus indeterminado de donde fue arrancada la voz.
La ciudad es el espacio de la “baja prostitución”, en términos de Georges Bataille, la prostitución moderna, donde la transgresión sagrada es sustituida por el desmoronamiento, signo bajo el cual la prostituta ostenta la vergüenza en la que se sume, en las áreas urbanas que se le han asignado por el movimiento mismo de la ciudad.
“Al prostituirse, la mujer era consagrada a la transgresión. En ella, el aspecto sagrado, el aspecto prohibido de la actividad sexual, aparecía constantemente; su vida entera estaba dedicada a violar la prohibición. Debemos encontrar la coherencia de los hechos y las palabras que designan una vocación así; debemos percibir desde este punto de vista la institución arcaica de la prostitución sagrada. Pero no deja de ser cierto que en un mundo anterior –o exterior– al cristianismo, la religión, lejos de ser contraria a la prostitución, podía regular sus modalidades, tal como lo hacía con otras formas de transgresión. Las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado, residían en lugares también consagrados; y ellas mismas tenían un carácter análogo al sacerdotal”. (Georges Bataille, El erotismo, 1ª ed. en Col. Ensayos Tusquest, 1997).
Se produce de esta manera una segunda trasposición de sentidos propios de lo arcaico a la esfera de lo contemporáneo en el texto: la práctica de la prostitución, en la dualidad paradójica que funda el enunciado “puta religiosa”, recobra, en el ámbito discursivo, el sentido arcaico y por lo tanto sagrado de esta práctica, en la que existía un pacto de consagración de la prostituta a la transgresión, donde el espacio sagrado y vedado del “comercio sexual” no cesaba de aparecer; las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado y en lugares consagrados, cumpliendo un papel análogo al de las sacerdotisas:
Me caía a la cama rosada de su madre
la cama pegada a la pared del baño
Me caí con velos negros en ambos pechos
cada uno entrando en su capilla ardiente
Yo soy la hija de pene, un madre
pintada por Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
Mi cuerpo es una sábana sobre otra sábana
el largo de mis uñas del largo de mis dedos
y mi cara de Dios en la cara de Dios
en su hoyo maquillado la cruz de luz
(...)
La Tirana II
(Me volé la Virgen de mis piernas)
Este sentimiento de recuperar el carácter sagrado-ritual de la prostitución se cumple en el texto, pienso, sólo a un nivel de estado deseante, imaginario del imaginario, una falla fantasmática en la textura del sentido, es decir en el vacío, el hiato que media entre el deseo y el principio de la realidad. A fin de cuentas, la “Tirana” o esta virgen socavada de Maquieira es:
La marginada de la taquilla
La que se están pisando desde 1492
Bataille relaciona la aparición de la prostitución moderna aparejada a la aparición en la sociedad de las clases miserables, el lumpen, la extrema miseria que desliga a los hombres de los tabúes o interdictos que fundamentan su ser humano en el contrato social. El desmoronamiento, para Bataille, deja en libertad los “impulsos animales”, lo cual, empero, no significa un retorno a la animalidad, aunque los otros le nieguen a la prostituta su “ser” humano.
“Comparada con la moderna, la prostitución religiosa nos parece extraña a la vergüenza. Pero la diferencia es ambigua. Si la cortesana de un templo escapaba a la degradación que afecta a la prostituta de nuestras calles, ¿no era en la medida en que había conservado, si no los sentimientos, sí el comportamiento propio de la vergüenza? La prostituta moderna se jacta de la vergüenza en la que se ha hundido, se revuelca cínicamente en ella. Es extraña a la angustia sin la cual no se siente vergüenza”. (Bataille: 1997, pág. 140).
En La Tirana, la fiesta sincrética, oficiada por la “puta religiosa” como sacerdotisa desmoronada, se desplaza y emplaza en distintos lugares urbanos también ellos signados por la marginalidad, por la degradación de las prácticas non sanctas: el Hotel Valdivia, bares como Les Asassines, restaurantes equívocos donde caen ángeles de la anunciación sobre las mesas, pero también el Salón Rojo del palacio de La Moneda –en la época de publicación y enunciación del poema en manos del Gobierno militar– y también sitios de representación, como el Teatro Municipal o de confinamiento de los locos, como el asilo para dementes El Peral, etcétera. Y en esta fiesta entrecruzada del rito arcaico y la banalidad urbana contemporánea, bailan de la mano personajes tan dispares y disparatados como divas del jet-set de la época: la Andrea Mussolini, nieta del Duce y sobrina de Sofía Loren, pasando por la mafia siciliana norteamericana –Toni la Bianca–, cineastas de la extrema violencia –Stanley Kubrick, Sam Peckinpah–, pintores criollos, hasta llegar a las más sublimes representaciones occidentales:
Estábamos yo, Peckinpah, Dios, y el chileno Altamirano
Acompañándolo en la volada fina
La Tirana, como sacerdotisa o virgen –si desplazamos el sentido de la consagración pagana a la cristiana como lo sugiere el poema– desmoronada, “hecha para tirar”, no sólo está ya degradada, sino que se le otorga, siguiendo a Bataille, la posibilidad de conocer, del saber su degradación: la Tirana se sabe humana y tiene conciencia de vivir como los animales. Si bien el rasgo animal no aparece explícito en la relación a la voz que “habla” en el poema y que, en el mismo, padece innumerables formas de goces y agresiones sexuales imbricadas en un contexto bastante sadeano, este está contenido en el núcleo semántico del poema, “puta religiosa”, sobre todo en el sustantivo, que es la asignación baja del lenguaje a quien practica la prostitución. Al respecto, dice Bataille: “Las palabras groseras que designan los órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el mismo desmoronamiento (...) esos nombres expresan ese horror con violencia. Son ellos mismos, violentamente rechazados del “mundo honrado”. Del mundo honrado del lenguaje, cabría agregar.
Es más: Bataille insiste: “Las palabras groseras que designan los órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el mismo rebajamiento. Estas palabras están prohibidas; en general está prohibido nombrar esos órganos.
Nombrarlos desvergonzadamente hace pasar de la transgresión a la indiferencia que pone en un mismo nivel lo profano y lo más sagrado”.
Esta intuición de Bataille aclara el sentido ambiguo y dual asignado al enunciado “puta religiosa”: el lenguaje, a través del adjetivo otorga la cualidad de “religiosa” al sustantivo “puta” que, a nivel de habla, opera como un estigma social: la puta es la “cerda”, la “marrana”, la caída del altar de la santidad.
Siguiendo a Bataille, existiría una relación muy estrecha entre la impronta restrictiva asignada a la moral y el desprecio por los animales. Como el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre se atribuyó un valor supremo, muy por encima de los animales, y la divinidad –que en la época arcaica podríamos decir copulaba tanto verbal como míticamente con los animales– se sustrajo de la animalidad.
En la fiesta de La Tirana tanto los animales como los demonios o las invocaciones al demonio tienen una presencia constante, impregnan el texto y sus enunciados, y brillan como emblemas del desmoronamiento al compartir los rasgos bestiales y luciferinos en sus representaciones: cola, cuernos, pelos, etcétera. El demonio, de esta manera, ya no es el ángel de la rebelión, finalmente heroico: según Bataille, la rebelión, la transgresión, es castigada con la degradación al estado animal –negación de la humanidad, del alma– suplantada por la caída, negada por el desmoronamiento que, a su vez, degrada el erotismo en su conjunto arrojándole “la luz del mal”.
“No cabe duda de que la degradación tiene poder para provocar más entera y fácilmente las reacciones de la moral. La degradación es indefinible; la transgresión no lo es en el mismo grado. De todas maneras, en la medida en que el cristianismo empezó a atribuirlo todo a la degradación pudo arrojar sobre el erotismo la luz del Mal. El diablo fue al principio el ángel de la rebelión; pero perdió los brillantes colores que la rebelión le daba. El rebajamiento fue el castigo de su rebelión; y eso quería decir para empezar que se borró la apariencia de la transgresión, que tomó la delantera la presencia de la degradación. La transgresión anunciaba, en la angustia, la superación de la angustia y la alegría; la degradación no tenía otra salida que un rebajamiento más profundo. ¿Qué debía quedar de los seres caídos? Podían revolcarse, como los puercos, en la degradación.
Digo bien ‘como los puercos’. Los animales sólo son ya en este mundo cristiano –donde la moral y la decadencia se conjugan– objetos repugnantes. Digo ‘en este mundo cristiano’. El cristianismo es, en efecto, la forma cumplida de la moral, la única en la que se ordenó el equilibrio de las posibilidades”. (Bataille: 1979, pág. 141).
La Tirana posee una cualidad propia del licántropo, otro desalmado o caído de la literatura gótica, esta vez: Drácula, el vampiro, uno de los grandes soberanos oscuros, se metamorfosea y domina a los murciélagos, lobos y perros, y se sirve, además, de Randfiel, un “zoófago” según la taxonomía que le asigna al personaje la peculiar psiquiatría victoriana de Bram Stoker: un alucinado devorador de vida animal que come cuantas moscas, arañas y hasta pájaros pueda, e, incluso, pide que le lleven un “gatito” a la celda porque se siente muy solo. Animales y dementes le ayudan al vampiro a intentar cumplir sus designios –o sus deseos soberanos–. El mal siempre aparece aparejado a los animales en sus representaciones: Lope de Aguirre –mencionado en el poema de Maquieira–, el tirano alucinado y alucinante del filme homónimo de Werner Herzog, termina solitario en su demencial épica personal, rodeado de monos que corean con sus chillidos en un pútrido brazo del Orinoco su monólogo final; no deja de haber algo inquietante, perverso incluso, en el San Francisco de Echer, rodeado de tucanes y especies exóticas; las ratas, como en Nosferatu, el vampiro del mismo Herzog, son una señal, la anunciación satánica de la peste, que es otra arista que aparece omnímoda cada vez que el mal campea y los signos del Apocalipsis cobran presencia; en fin, siempre aparece algo de enfermizo en la relación demasiado estrecha entre el hombre y el animal. Piénsese en Ajab y la ballena blanca.
Por lo tanto, siguiendo esta tradición del imaginario de la degradación, la “puta religiosa” aparece, como caída que es, rodeada de animales, posee una cohorte de animales y bestias que comparten su condición y se someten a sus designios:
Pero yo estaba rodeada de mis cerdos
Mis vacas, mis moscas, mis gallinas
...Voy a volar This Church amigos
y conmigo adentro y con todos mis animales...
...ayudada con el griterío de mis monos...
...gozando peludos con el alma manchada...
...voy a sacar mi canguro
que con cada salto
que pegue para el lado va a haber una radiación hasta la llama eterna...
...la perra...
Lo marginal al que aludía Lihn en su nota sobre los Sea Harrier y, por extensión a toda producción poética de Diego Maquieira, asume de esta manera, en La Tirana, la imagen del desmoronamiento, del ángel caído que irrumpe y fluye en todo el texto, ya sea la “puta religiosa”, sus animales, Georgy Boy, uno de los “drugos” que traiciona a su líder, Alex, el protagonista de La naranja mecánica de Stanley Kubrick, uno de los cineastas emblemáticos de la “clásica violencia”, como la denomina el propio Alex, y del mismo Maquieira; Lope de Aguirre o un judío ahorcado en su celda durante la época de la inquisición española; las pin-up del jet set europeo y la mafia siciliana en Norteamérica; la significación del desmoronamiento y la condición de lumpen de la prostituta se rodea de signos, guiños y emblemas que remiten tanto a la condición de la caída, de la pérdida del Paraíso, como al deseo de la recuperación de un estado sagrado arcaico, ausente en el espacio de la urbe contemporánea y su tejido de representaciones, y cuya presencia ritual sólo puede proporcionar –a un nivel fantasmático– este poemario barroco, alucinado y congregante de las más insospechadas y perturbadoras antípodas.
“La imagen del cuerpo no se inventa: brota, se desprende
como un fruto o un hijo del cuerpo del Mundo”.
Octavio Paz: Conjunciones y disyunciones.
La encarnación en imágenes del cuerpo es un producto: emerge, nace o se desgarra de los cuerpos sociales, históricos y culturales de su tiempo y su espacio. Puede ser encarnación o desgarradura, pero lo constituyen el reflejo, la analogía y la mimesis. Pero en el caso del cuerpo se impone una suerte de dualidad ontológica: es, como afirma Roland Barthes sobre la Bruja en su prefacio a La Sorcière de Jules Michelet (1959), a un tiempo, un producto y un objeto: “captada en el doble movimiento de una causalidad y una creación”. Y ambos producto-objetos históricos y estéticos que encarnan en imágenes, el cuerpo y la bruja, no han estado lejos en la espiral de la Historia: es más, a veces se han fundido en épocas oscuras donde son castigados como una sola entidad maligna o diabólica, enemiga del Espíritu y la Razón.
De esta manera, el cuerpo en el arte contemporáneo ha transitado desde la máquina erótica de Marcel Duchamp y las muñecas de perversión polimorfa de Hans Bellmer, en las vanguardias de posguerra, al cuerpo sudamericano, lacerado y reprimido, durante la dictadura militar de los 70-80 en Chile, en las performances de Carlos Leppe, entre vendas, travestismo e instrumentos de tortura; o, ya entrados los 90, en experimentaciones como la llamada “Casa de vidrio” o “Proyecto Nautilus” (pobre Julio Verne revolviéndose en su tumba) consistente en una suerte de instalación en la que dentro de una casa de paredes transparentes, ubicada en un terreno baldío en el centro de Santiago, se paseaba, fingiendo una rutina cotidiana, una joven actriz, con más desnudos cotidianos que los que en la cotidianidad se practican; el espectáculo –dado que de eso se trataba, al final de cuentas, la “propuesta”–, más que el de la privacidad expuesta fue el del desenfreno voyerista y lúbrico de una horda de perros humanos hambrientos de mirar. La creatividad de la opresión: del martirologio a la compulsión voyerista. Finalmente, ya entrados en el año 2000, Spencer Tunick llega a Santiago de Chile con sus sesiones fotográficas de desnudos masivos, realizados en la madrugada, y programados para una serie de tomas fotográficas, donde el “destape” chileno mostró, más que una catarsis liberadora, una nueva compulsión de mostrar desesperadamente, como si esa madrugada fuera la víspera del Apocalipsis, unos cuerpos violáceos, casi a 0° grados centígrados, y donde estos cuerpos evidenciaban la falta de salud y los malos hábitos alimenticios de la población chilena, en la celulitis, los vientres desbaratados y las carnes flácidas de jóvenes y viejos, productos de las grasas saturadas y el exceso de comida “chatarra” de las cadenas McDonald’s.
Pero no sólo hay mimesis del cuerpo histórico y social en la imagen del cuerpo producida por el arte o por las representaciones culturales en un sentido más amplio, sino, además, resistencias en la imagen artística del cuerpo hacia el cuerpo de su Mundo, desgarradura del cuerpo del hombre con su entorno o contexto, y expresión multiforme de esta desgarradura; el arte –y la cultura toda– codifica una totalidad difusa e inabarcable para la percepción y la devuelve en forma asible en el tejido del sentido a nuestra conciencia.
Pero particularmente en el arte, como en el erotismo, aparece siempre una “alteración”, al decir de Bataille, una fisura, el rudimento de una forma de resistencia: es el espacio polivalente de la angustia, la angustia que constituye el sentido de aquella desgarradura en la superficie rugosa y alienada del contexto.
Esta relación de mimesis y resistencias, creo, se reproduce en el interior del poemario La Tirana de Diego Maquieira (1983), texto que relaciona estrechamente la imagen del cuerpo y la concepción del erotismo como práctica de intercambio erótico en la ciudad contemporánea, como práctica social sancionada por una cultura y praxis urbanas, cuyo núcleo semántico, en el texto, estaría condensado, o abrigaría su mayor condensación semántica en el enunciado: “puta religiosa”.
En mi solitaria casa estoy borracha
y hospedada de nuevo
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
ya no me puedo sola, yo la puta religiosa
la paño de lágrimas de Santiago de Chile
la tontona mojada de acá
Me abren de piernas con la ayuda de impedidos
y me ven tirar en la sala de la hospedería
La Tirana XI
(Agarrándome al cielo de Dios)
Antes de desarrollar este aspecto mencionaré algunos elementos articuladores del poema, necesarios para comprender de qué manera el enunciado citado va desplegándose metafóricamente en los diversos estratos del poemario.
– La Tirana como texto donde se reúnen principios y términos considerados tradicionalmente como contradictorios, en un intento de fusión dialéctica, de anulación de antípodas, de claras reminiscencias del surrealismo bretoniano de 1924.
– El texto como intersticio de resistencia del cuerpo en tanto entidad biológica reprimida.
– El espacio urbano como escenario o locus donde transcurre el poema, en tanto es una serie fragmentada de secuencias narrativas interruptas.
– Una conducta poética o textual imprevisible y barroca, como la define Enrique Lihn en la revista Cauce del 5 al 11 de mayo de 1986, refiriéndose a Los Sea Harrier en el firmamento de eclipses (Poemas de anticipo), el siguiente libro publicado por Maquieira, en el otoño de 1986, después de La Tirana: “El título del primer poema, en inglés, escribe Lihn, “Baroque Behavior” comportamiento barroco) es la expresión que se utiliza en Inglaterra para designar las nuevas tribus británicas (Punks, Teddy Boys, Mods, Bikers, etc.). La conducta lingüística de Maquieira es también imprevisible y barroca: una mimesis de la peligrosidad de esos grupos marginales. Y la marginalidad es su tema.”
– Y, siguiendo a Lihn en el texto citado: la marginalidad como eje articulador del poemario: “la marginalidad central del explosivo mundo moderno o el descentramiento de este mundo por el poder marginal”: el demonio de quien “se anuncia una próxima revuelta hacia el porvenir, para recuperar la antigua y olvidada belleza”. Donde desembocamos en un subtópico, el de la “belleza convulsiva” de la que hablaba André Breton o, un poco antes en el tiempo, en los gestos luciferinos de Baudelaire. No sé si estará de más aclarar, siguiendo todavía a Enrique Lihn, que todo esto ocurre al nivel del relato que tanto los poemas de los Sea Harrier como los de La Tirana proponen como una virtualidad.
El poemario –un conjunto orgánico de textos que se entrecruzan, mixturan y relacionan, divididos en dos series (“Primera docena” y “Segunda docena”), con un “Gallinero” intercalado–, se programa en el poema que abre la “Primera docena” de la serie:
Yo, La Tirana, rica y famosa
la Greta Garbo del cine chileno
pero muy culta y calentona, que comienzo
a decaer, que se me va la cabeza
cada vez que me pongo a hablar
y a hacer recuerdos de mis polvos con Velázquez.
Ya no lo hago tan bien como lo hacía antes
Antes, todas las noches y a todo trapo
Ahora no
Ahora suelo a veces entrar a una Iglesia
cuando no hay nadie
porque me gusta la luz que dan ciertas velas
la luz que le dan a mis pechugas
cuando estoy rezando.
Y es verdad, mi vida es terrible
Mi vida es una inmoralidad
Y si bien vengo de una familia muy conocida
Y si es cierto que me sacaron por la cara
y que los que están afuera me destrozarán
Aún soy la vieja que se los tiró a todos
Aún soy de una ordinariez feroz
La Tirana I
(Me sacaron por la cara)
Hay, en esta voz que comienza a hablar de sopetón, entrando en el texto con la afirmación más apremiante que puede hacer quien habla, el Yo, la primera persona del singular que individualiza y desmarca, que asume al sujeto en toda su potencialidad: un yo que es femenino en sus atributos, que se presenta un tanto clownescamente, como en los discursos de algunos personajes de Beckett, en los que rara vez podemos distinguir desde dónde se nos habla y dónde se ubican la dramatis personae o las voces; en el caso de Maquieira, una “Yo” muy ambigua y difusa que se compara con Greta Garbo, pero que a la vez decae, tanto sexual como socialmente (en un país como Chile, que en algunos segmentos sociales aún se vive en un substrato colonial, evidenciados más aún en el contexto represivo y estratificado de la dictadura militar), y que se refugia en las “Iglesias” –¿por qué esas ‘Iglesias’ plurales con mayúscula?– y se erotiza con la luz de “ciertas velas” que le iluminan los pechos (“pechugas”) cuando comienza a rezar en la semipenumbra del templo, como una suerte de sustituto del recuerdo de “mis polvos (coitos) con Velázquez” (que más adelante identificaremos como el autor de “Las Meninas”); es decir, como una sublimación religiosa del sexo que antes hacía “a todo trapo”, y “todas las noches”, “pero ahora no”. Lo más extraño, en un comienzo de la lectura de La Tirana, es que esta “Greta Garbo del cine chileno” se solaza en su caída, en su “comienzo a decaer”, en su desmoronarse como un montón de piedras como Pedro Páramo al final de la novela de Rulfo, y, de ese desmoronamiento, de ese decaer, saca la violenta afirmación de su vigencia, de su supervivencia, de su, en suma, proferir:
Aún soy la vieja que se los tiró a todos
Aún soy de una ordinariez feroz.
En “La segunda docena” ocurre algo similar, nuevamente la voz de la Tirana, comienza hablar desde una suerte de indeterminación barroca que se va sumiendo en un mundo carnavalesco y violento, fragmentado y demoníaco, risible hasta la herida y de una ambigua imaginería de devocionario:
En el pabellón de los santos, yo La Tirana
a fuego cruzado por las entradas
me pego la media volada de mi misma vida
Está la cama, está el retrato de Olivares
sólo dos sábanas transparentadas
al contacto de mi cuerpo:
llena de puntos 50 en cada esquina de salida
de mí misma la fachada el desnudo de Dios
Me caí, estoy empantanada en la belleza
me abro hoyos para que salga mi cuerpo
y me salgan hostias por los hoyos
Me ven soplada por vientos que suben
Ya nadie sabe lo que yo hablo
Blanca como papel apenas me ven la vida
pues me han sacado de mi más de allá
La Tirana XIII
(Nadie sabe lo que yo hablo)
Es así como, “sacada de su ámbito de su más de allá” –que podemos suponer sea el de la fiesta religiosa que se realiza en el norte de Chile, donde la virgen y el demonio bailan de la mano, y la que remite el ambivalente título del poemario; o la muerte, que en una de sus tantas denominaciones de la tradición oral se puede homologar con el enunciado citado: “se fue al más allá”, u otro espacio que se despliegue de las múltiples aristas del barroco al que el texto se adscribe, en tanto escritura y referencias: el personaje –o la persona, la voz que habla en todo el poemario– que ha sido traído –no sabemos por quién– al texto desde un espacio que no es ni sincrónico ni espacialmente el mismo; es decir, esa extraña voz que nos habla en el siempre ahora del poema ha sido traspuesta desde otro espacio a uno, el del texto, que no le pertenece y en el que su discurso se percibe como casi ininteligible: “NADIE SABE LO QUE YO HABLO”.
Ahora bien, el ámbito donde transcurre y discurre el poema de Diego Maquieira es la ciudad, ámbito de trasposición, como habíamos dicho al comienzo, donde esa voz que habla en el texto y que identificamos como un algo que se nombra a sí misma como “La Tirana”. Esta ciudad es Santiago de Chile, en concreto, una ciudad latinoamericana contemporánea, donde –se nos va evidenciando en el poema– las prácticas, ritos, encuentros, sucesos, etcétera, difieren del locus indeterminado de donde fue arrancada la voz.
La ciudad es el espacio de la “baja prostitución”, en términos de Georges Bataille, la prostitución moderna, donde la transgresión sagrada es sustituida por el desmoronamiento, signo bajo el cual la prostituta ostenta la vergüenza en la que se sume, en las áreas urbanas que se le han asignado por el movimiento mismo de la ciudad.
“Al prostituirse, la mujer era consagrada a la transgresión. En ella, el aspecto sagrado, el aspecto prohibido de la actividad sexual, aparecía constantemente; su vida entera estaba dedicada a violar la prohibición. Debemos encontrar la coherencia de los hechos y las palabras que designan una vocación así; debemos percibir desde este punto de vista la institución arcaica de la prostitución sagrada. Pero no deja de ser cierto que en un mundo anterior –o exterior– al cristianismo, la religión, lejos de ser contraria a la prostitución, podía regular sus modalidades, tal como lo hacía con otras formas de transgresión. Las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado, residían en lugares también consagrados; y ellas mismas tenían un carácter análogo al sacerdotal”. (Georges Bataille, El erotismo, 1ª ed. en Col. Ensayos Tusquest, 1997).
Se produce de esta manera una segunda trasposición de sentidos propios de lo arcaico a la esfera de lo contemporáneo en el texto: la práctica de la prostitución, en la dualidad paradójica que funda el enunciado “puta religiosa”, recobra, en el ámbito discursivo, el sentido arcaico y por lo tanto sagrado de esta práctica, en la que existía un pacto de consagración de la prostituta a la transgresión, donde el espacio sagrado y vedado del “comercio sexual” no cesaba de aparecer; las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado y en lugares consagrados, cumpliendo un papel análogo al de las sacerdotisas:
Me caía a la cama rosada de su madre
la cama pegada a la pared del baño
Me caí con velos negros en ambos pechos
cada uno entrando en su capilla ardiente
Yo soy la hija de pene, un madre
pintada por Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
Mi cuerpo es una sábana sobre otra sábana
el largo de mis uñas del largo de mis dedos
y mi cara de Dios en la cara de Dios
en su hoyo maquillado la cruz de luz
(...)
La Tirana II
(Me volé la Virgen de mis piernas)
Este sentimiento de recuperar el carácter sagrado-ritual de la prostitución se cumple en el texto, pienso, sólo a un nivel de estado deseante, imaginario del imaginario, una falla fantasmática en la textura del sentido, es decir en el vacío, el hiato que media entre el deseo y el principio de la realidad. A fin de cuentas, la “Tirana” o esta virgen socavada de Maquieira es:
La marginada de la taquilla
La que se están pisando desde 1492
Bataille relaciona la aparición de la prostitución moderna aparejada a la aparición en la sociedad de las clases miserables, el lumpen, la extrema miseria que desliga a los hombres de los tabúes o interdictos que fundamentan su ser humano en el contrato social. El desmoronamiento, para Bataille, deja en libertad los “impulsos animales”, lo cual, empero, no significa un retorno a la animalidad, aunque los otros le nieguen a la prostituta su “ser” humano.
“Comparada con la moderna, la prostitución religiosa nos parece extraña a la vergüenza. Pero la diferencia es ambigua. Si la cortesana de un templo escapaba a la degradación que afecta a la prostituta de nuestras calles, ¿no era en la medida en que había conservado, si no los sentimientos, sí el comportamiento propio de la vergüenza? La prostituta moderna se jacta de la vergüenza en la que se ha hundido, se revuelca cínicamente en ella. Es extraña a la angustia sin la cual no se siente vergüenza”. (Bataille: 1997, pág. 140).
En La Tirana, la fiesta sincrética, oficiada por la “puta religiosa” como sacerdotisa desmoronada, se desplaza y emplaza en distintos lugares urbanos también ellos signados por la marginalidad, por la degradación de las prácticas non sanctas: el Hotel Valdivia, bares como Les Asassines, restaurantes equívocos donde caen ángeles de la anunciación sobre las mesas, pero también el Salón Rojo del palacio de La Moneda –en la época de publicación y enunciación del poema en manos del Gobierno militar– y también sitios de representación, como el Teatro Municipal o de confinamiento de los locos, como el asilo para dementes El Peral, etcétera. Y en esta fiesta entrecruzada del rito arcaico y la banalidad urbana contemporánea, bailan de la mano personajes tan dispares y disparatados como divas del jet-set de la época: la Andrea Mussolini, nieta del Duce y sobrina de Sofía Loren, pasando por la mafia siciliana norteamericana –Toni la Bianca–, cineastas de la extrema violencia –Stanley Kubrick, Sam Peckinpah–, pintores criollos, hasta llegar a las más sublimes representaciones occidentales:
Estábamos yo, Peckinpah, Dios, y el chileno Altamirano
Acompañándolo en la volada fina
La Tirana, como sacerdotisa o virgen –si desplazamos el sentido de la consagración pagana a la cristiana como lo sugiere el poema– desmoronada, “hecha para tirar”, no sólo está ya degradada, sino que se le otorga, siguiendo a Bataille, la posibilidad de conocer, del saber su degradación: la Tirana se sabe humana y tiene conciencia de vivir como los animales. Si bien el rasgo animal no aparece explícito en la relación a la voz que “habla” en el poema y que, en el mismo, padece innumerables formas de goces y agresiones sexuales imbricadas en un contexto bastante sadeano, este está contenido en el núcleo semántico del poema, “puta religiosa”, sobre todo en el sustantivo, que es la asignación baja del lenguaje a quien practica la prostitución. Al respecto, dice Bataille: “Las palabras groseras que designan los órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el mismo desmoronamiento (...) esos nombres expresan ese horror con violencia. Son ellos mismos, violentamente rechazados del “mundo honrado”. Del mundo honrado del lenguaje, cabría agregar.
Es más: Bataille insiste: “Las palabras groseras que designan los órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el mismo rebajamiento. Estas palabras están prohibidas; en general está prohibido nombrar esos órganos.
Nombrarlos desvergonzadamente hace pasar de la transgresión a la indiferencia que pone en un mismo nivel lo profano y lo más sagrado”.
Esta intuición de Bataille aclara el sentido ambiguo y dual asignado al enunciado “puta religiosa”: el lenguaje, a través del adjetivo otorga la cualidad de “religiosa” al sustantivo “puta” que, a nivel de habla, opera como un estigma social: la puta es la “cerda”, la “marrana”, la caída del altar de la santidad.
Siguiendo a Bataille, existiría una relación muy estrecha entre la impronta restrictiva asignada a la moral y el desprecio por los animales. Como el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre se atribuyó un valor supremo, muy por encima de los animales, y la divinidad –que en la época arcaica podríamos decir copulaba tanto verbal como míticamente con los animales– se sustrajo de la animalidad.
En la fiesta de La Tirana tanto los animales como los demonios o las invocaciones al demonio tienen una presencia constante, impregnan el texto y sus enunciados, y brillan como emblemas del desmoronamiento al compartir los rasgos bestiales y luciferinos en sus representaciones: cola, cuernos, pelos, etcétera. El demonio, de esta manera, ya no es el ángel de la rebelión, finalmente heroico: según Bataille, la rebelión, la transgresión, es castigada con la degradación al estado animal –negación de la humanidad, del alma– suplantada por la caída, negada por el desmoronamiento que, a su vez, degrada el erotismo en su conjunto arrojándole “la luz del mal”.
“No cabe duda de que la degradación tiene poder para provocar más entera y fácilmente las reacciones de la moral. La degradación es indefinible; la transgresión no lo es en el mismo grado. De todas maneras, en la medida en que el cristianismo empezó a atribuirlo todo a la degradación pudo arrojar sobre el erotismo la luz del Mal. El diablo fue al principio el ángel de la rebelión; pero perdió los brillantes colores que la rebelión le daba. El rebajamiento fue el castigo de su rebelión; y eso quería decir para empezar que se borró la apariencia de la transgresión, que tomó la delantera la presencia de la degradación. La transgresión anunciaba, en la angustia, la superación de la angustia y la alegría; la degradación no tenía otra salida que un rebajamiento más profundo. ¿Qué debía quedar de los seres caídos? Podían revolcarse, como los puercos, en la degradación.
Digo bien ‘como los puercos’. Los animales sólo son ya en este mundo cristiano –donde la moral y la decadencia se conjugan– objetos repugnantes. Digo ‘en este mundo cristiano’. El cristianismo es, en efecto, la forma cumplida de la moral, la única en la que se ordenó el equilibrio de las posibilidades”. (Bataille: 1979, pág. 141).
La Tirana posee una cualidad propia del licántropo, otro desalmado o caído de la literatura gótica, esta vez: Drácula, el vampiro, uno de los grandes soberanos oscuros, se metamorfosea y domina a los murciélagos, lobos y perros, y se sirve, además, de Randfiel, un “zoófago” según la taxonomía que le asigna al personaje la peculiar psiquiatría victoriana de Bram Stoker: un alucinado devorador de vida animal que come cuantas moscas, arañas y hasta pájaros pueda, e, incluso, pide que le lleven un “gatito” a la celda porque se siente muy solo. Animales y dementes le ayudan al vampiro a intentar cumplir sus designios –o sus deseos soberanos–. El mal siempre aparece aparejado a los animales en sus representaciones: Lope de Aguirre –mencionado en el poema de Maquieira–, el tirano alucinado y alucinante del filme homónimo de Werner Herzog, termina solitario en su demencial épica personal, rodeado de monos que corean con sus chillidos en un pútrido brazo del Orinoco su monólogo final; no deja de haber algo inquietante, perverso incluso, en el San Francisco de Echer, rodeado de tucanes y especies exóticas; las ratas, como en Nosferatu, el vampiro del mismo Herzog, son una señal, la anunciación satánica de la peste, que es otra arista que aparece omnímoda cada vez que el mal campea y los signos del Apocalipsis cobran presencia; en fin, siempre aparece algo de enfermizo en la relación demasiado estrecha entre el hombre y el animal. Piénsese en Ajab y la ballena blanca.
Por lo tanto, siguiendo esta tradición del imaginario de la degradación, la “puta religiosa” aparece, como caída que es, rodeada de animales, posee una cohorte de animales y bestias que comparten su condición y se someten a sus designios:
Pero yo estaba rodeada de mis cerdos
Mis vacas, mis moscas, mis gallinas
...Voy a volar This Church amigos
y conmigo adentro y con todos mis animales...
...ayudada con el griterío de mis monos...
...gozando peludos con el alma manchada...
...voy a sacar mi canguro
que con cada salto
que pegue para el lado va a haber una radiación hasta la llama eterna...
...la perra...
Lo marginal al que aludía Lihn en su nota sobre los Sea Harrier y, por extensión a toda producción poética de Diego Maquieira, asume de esta manera, en La Tirana, la imagen del desmoronamiento, del ángel caído que irrumpe y fluye en todo el texto, ya sea la “puta religiosa”, sus animales, Georgy Boy, uno de los “drugos” que traiciona a su líder, Alex, el protagonista de La naranja mecánica de Stanley Kubrick, uno de los cineastas emblemáticos de la “clásica violencia”, como la denomina el propio Alex, y del mismo Maquieira; Lope de Aguirre o un judío ahorcado en su celda durante la época de la inquisición española; las pin-up del jet set europeo y la mafia siciliana en Norteamérica; la significación del desmoronamiento y la condición de lumpen de la prostituta se rodea de signos, guiños y emblemas que remiten tanto a la condición de la caída, de la pérdida del Paraíso, como al deseo de la recuperación de un estado sagrado arcaico, ausente en el espacio de la urbe contemporánea y su tejido de representaciones, y cuya presencia ritual sólo puede proporcionar –a un nivel fantasmático– este poemario barroco, alucinado y congregante de las más insospechadas y perturbadoras antípodas.
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