Por Carlos Germán Belli La Epoca, Suplemento Literatura y Libros 25 de marzo de 1990
Los conocedores de la vida y obra de Enrique Lihn -fallecido en julio de 1988- perciben con facilidad, en su libro póstumo Diario de muerte, las características que marcaron indeleblemente al notable poeta chileno. Sin embargo, a primera vista, el lector desprevenido puede quedar algo indiferente ante estas páginas escritas en las postrimerías de la vida casi sin adornos retóricos; aunque el significado de los versos no tardará en hacerlo reflexionar y sopesar que, al otro lado de la escritura, palpita el singular epílogo de una específica experiencia humana. El indiferente queda entonces sumido en la conmoción.
En sus numerosos poemarios (a los que se une también una obra narrativa), Lihn fue un autor bastante flexible estilísticamente. Lo han llegado a definir como un post-vanguardista (esto es un post-moderno), por el empleo de la tradición literaria; como ocurre en el libro mencionado. Le vuelve las espaldas a la retórica antigua y, naturalmente, bajo el imperio de su dramática situación, opta por el poetizar descarnado, que rozan con la prosa y abren de par en par los fondos oscuros del alma, conforme lo hizo siempre.
Los poetas escriben como personas enfermas, y para quienes el mundo constituye un hospital, afirmó Goethe, según leí hace tiempo con mucho entusiasmo. Es una opinión que puede ser correcta o no, absoluta o relativa, si bien con respecto a Diario de muerte cae como anillo al dedo. Allí, Lihn sobrepuja tal idea y asume la voz poética del deshauciado, escribiendo desde el lecho de muerte, ámbito en que ha quedado para él reducido el mundo. Consciente de estar caminando el último tramo, con una implacable meticulosidad testifica día a día sus impresiones, como queriendo que no se le escape nada.
Es la escritura en torno a lo que se está viviendo y justamente concebida en el propio lugar de las circunstancias. No es otra cosa que su peculiarísima manera, como solía hacerlo cuando estaba sano y fuerte, sumergido en el vértigo de la vida, en el azar cotidiano. Por ejemplo, antes en un concurrido museo o en el propio metro de Manhattan ( en una y otra ocasión fui testigo); ahora en su casa de la calle Passy, en Santiago de Chile, en sus días finales, en el punto extremo.
Es escritor espontáneo, fecundo y desinhibido, que creaba al paso, instantáneamente, no tiene otro modo de encarar a la parca, y esto entraña un sentido de teatralidad. Lo da a entender él mismo en uno de sus poemas. La teatralidad del moribundo, por razones obvias, es la única valedera. No es el gesto teatral del hombre de letras exitoso, con el mundo por delante, calculadoramente. Es ésta la teatralidad repugnante. La otra resulta varonil y admirable, porque es de cara a la muerte. No tengo más remedio que citar aquí dos casos, si bien diferentes a la experiencia de Lihn, pero que los llevo grabados en la memoria. Por un lado, un héroe de mi país que enfrenta al pelotón de fusilamiento, y, por otro, un extraño escritor surrealista que, a lo largo de una veintena de años, va alistando paso a paso su ineludible suicidio. En ambas situaciones la mise en scéne en el umbral de la muerte, más o menos como en el caso de Lihn.
Aquél que tuvo el coraje de vivir y escribir rebeldemente, conforme al poder de su instinto (o el misterioso destino), y al abundante torrente de las palabras que su sensibilidad acumulaba: lógicamente iba a tener el suficiente coraje para enfrentar la muerte, como él lo hizo, según ya lo han reconocido. Igualmente se le ha caracterizado como una "figura moral" en las letras latinoamericanas. Por cierto, no profesó la ética del creyente religioso ni la del sacrificado pater familia. Sus reglas eran de índole diferente, tan difíciles de coronar como las otras.
Es la ética del marginal y del insumiso, del receloso de lo terreno como de lo ultraterreno, que descree paradójicamente aun de su propio escepticismo. Sin embargo, en medio de estas turbulencias existenciales, aferrándose a la palabra humana, al parecer incluso no dejando de escribir puntualmente cada día. Gracias a esto último, desde tiempo atrás, Enrique Lihn había entrado en la historia de la poesía de América Latina; pero, en adelante, por morir escribiendo seguramente será parte fundamental de nuestra leyenda literaria.
Los conocedores de la vida y obra de Enrique Lihn -fallecido en julio de 1988- perciben con facilidad, en su libro póstumo Diario de muerte, las características que marcaron indeleblemente al notable poeta chileno. Sin embargo, a primera vista, el lector desprevenido puede quedar algo indiferente ante estas páginas escritas en las postrimerías de la vida casi sin adornos retóricos; aunque el significado de los versos no tardará en hacerlo reflexionar y sopesar que, al otro lado de la escritura, palpita el singular epílogo de una específica experiencia humana. El indiferente queda entonces sumido en la conmoción.
En sus numerosos poemarios (a los que se une también una obra narrativa), Lihn fue un autor bastante flexible estilísticamente. Lo han llegado a definir como un post-vanguardista (esto es un post-moderno), por el empleo de la tradición literaria; como ocurre en el libro mencionado. Le vuelve las espaldas a la retórica antigua y, naturalmente, bajo el imperio de su dramática situación, opta por el poetizar descarnado, que rozan con la prosa y abren de par en par los fondos oscuros del alma, conforme lo hizo siempre.
Los poetas escriben como personas enfermas, y para quienes el mundo constituye un hospital, afirmó Goethe, según leí hace tiempo con mucho entusiasmo. Es una opinión que puede ser correcta o no, absoluta o relativa, si bien con respecto a Diario de muerte cae como anillo al dedo. Allí, Lihn sobrepuja tal idea y asume la voz poética del deshauciado, escribiendo desde el lecho de muerte, ámbito en que ha quedado para él reducido el mundo. Consciente de estar caminando el último tramo, con una implacable meticulosidad testifica día a día sus impresiones, como queriendo que no se le escape nada.
Es la escritura en torno a lo que se está viviendo y justamente concebida en el propio lugar de las circunstancias. No es otra cosa que su peculiarísima manera, como solía hacerlo cuando estaba sano y fuerte, sumergido en el vértigo de la vida, en el azar cotidiano. Por ejemplo, antes en un concurrido museo o en el propio metro de Manhattan ( en una y otra ocasión fui testigo); ahora en su casa de la calle Passy, en Santiago de Chile, en sus días finales, en el punto extremo.
Es escritor espontáneo, fecundo y desinhibido, que creaba al paso, instantáneamente, no tiene otro modo de encarar a la parca, y esto entraña un sentido de teatralidad. Lo da a entender él mismo en uno de sus poemas. La teatralidad del moribundo, por razones obvias, es la única valedera. No es el gesto teatral del hombre de letras exitoso, con el mundo por delante, calculadoramente. Es ésta la teatralidad repugnante. La otra resulta varonil y admirable, porque es de cara a la muerte. No tengo más remedio que citar aquí dos casos, si bien diferentes a la experiencia de Lihn, pero que los llevo grabados en la memoria. Por un lado, un héroe de mi país que enfrenta al pelotón de fusilamiento, y, por otro, un extraño escritor surrealista que, a lo largo de una veintena de años, va alistando paso a paso su ineludible suicidio. En ambas situaciones la mise en scéne en el umbral de la muerte, más o menos como en el caso de Lihn.
Aquél que tuvo el coraje de vivir y escribir rebeldemente, conforme al poder de su instinto (o el misterioso destino), y al abundante torrente de las palabras que su sensibilidad acumulaba: lógicamente iba a tener el suficiente coraje para enfrentar la muerte, como él lo hizo, según ya lo han reconocido. Igualmente se le ha caracterizado como una "figura moral" en las letras latinoamericanas. Por cierto, no profesó la ética del creyente religioso ni la del sacrificado pater familia. Sus reglas eran de índole diferente, tan difíciles de coronar como las otras.
Es la ética del marginal y del insumiso, del receloso de lo terreno como de lo ultraterreno, que descree paradójicamente aun de su propio escepticismo. Sin embargo, en medio de estas turbulencias existenciales, aferrándose a la palabra humana, al parecer incluso no dejando de escribir puntualmente cada día. Gracias a esto último, desde tiempo atrás, Enrique Lihn había entrado en la historia de la poesía de América Latina; pero, en adelante, por morir escribiendo seguramente será parte fundamental de nuestra leyenda literaria.
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