Fuente Original - Revista Intemperie - Libros
Por: Felipe González Alfonso
En Lihn, la muerte, se intenta hacer hablar a Lihn a través de 
una suerte de biografía poco creíble. Felipe González dice que es un 
libro que promete, pero falla.
El Lihn implícito que uno se ha figurado a través de la lectura de 
sus poemas es un personaje complejísimo, difícil de encasillar 
precisamente por su desbordante lucidez, que rehúye las salidas fáciles a
 ese dolor sin nombre que lo aqueja. Obsesivamente reflexivo y 
autoanalítico, brutal y sensible; tal vez sea esta complejidad la que lo
 convierte en el poeta de reconocimiento más unánime en nuestro país, 
sin ser una vaca sagrada. Hay quienes vilipendian a Teillier e incluso a
 Neruda y a Parra (yo he escuchado decir que si acá se conociera más a 
Auden, no se aplaudiría tanto a Parra), pero hasta donde sé nunca se ha 
desacreditado a Lihn con consistencia. El mismo Bolaño sabía de esta 
devoción chilena al poeta, aunque acorde con su neo-neo-vanguardismo, es
 decir, con el ánimo de despeinar un poco a los pocos graves que van 
quedando después de tanta vanguardia, dijo que acá se lo leía mal y que 
apenas lo merecíamos.
Tomando en cuenta este escenario, la empresa que se propuso Mario Valdovinos con su Lihn, la muerte
 (Desatanudos, 2012), y que los editores proponen como un cruce de 
géneros entre la biografía apócrifa y la novela testimonial, era, por 
decir lo menos, ambiciosa. Sé que Valdovinos es un lector de Thomas de 
Quincey, y entonces es fácil hacer la conexión con el sobrecogedor 
relato Los últimos días de Immanuel Kant. Pero en el caso de 
nuestro autor el resultado, hay que decirlo, no está a la altura del 
personaje novelado e incluso yo hablaría de un rotundo fracaso.
Hay un punto delicado e insoslayable que conllevaba esta empresa y 
fue imperdonablemente descuidado. Lihn, como Borges, sobresale por una 
precisión etimológica en el uso del vocabulario, y una escritura con 
esta característica jamás se asemejaría a un registro periodístico, que 
es todo lo contrario a la precisión y el cuidado (nótese el desparpajo 
en el uso diario de palabras como trascendente, ecléctico, hedonista, 
estoico, con las que el periodismo de bajos quilates intenta darse 
ínfulas). Si bien, nadie piensa como escribe, ni los más iluminados, de 
todos modos a uno le cuesta creer que los monólogos interiores de 
nuestro poeta intelectual se hayan desarrollado en ese registro. Con tal
 descuido, Valdovinos tiró la verosimilitud por la borda, y por cierto 
no buscaba eso.
En mi opinión, lo anterior es el origen de todos los problemas del 
libro. Queriendo darle un tono coloquial a la prosa, el autor la llena 
de lugares comunes y fraseos estereotipados. Al mismo tiempo, el 
personaje es culto y en sus largas reflexiones le asoman de vez en 
cuando palabras nada coloquiales, y además intenta a ratos una concisión
 sentenciosa medio borgeana cuando habla de literatura. Claro está, se 
trata de una mezcla que no junta ni pega. A esto se añade el uso 
inadecuado de ciertas palabras: el poeta “creaba lenguaje”, “atardecía copiosamente”,
 y la reiterativa utilización de otras voces como “perpetrar” o 
“desinstalación”. El resultado estilístico es irregular, poco 
convincente, y se traduce en una representación simplista del poeta. 
Lihn es, primero, un literato amalditado y llorón, siempre rumiando sus 
frustraciones amorosas en medio de botellas y libros; y, más tarde, un 
viejo amargado, adicto a un sufrimiento teatrero. Ni la irrupción del 
biógrafo en algunos capítulos, quien denuncia su artificio como 
“biografía conjetural”, logra complejizar la psicología del personaje. 
Va tan derecho al abismo y lo repite tanto que ni por morbo dan ganas de
 quedarse a mirar.
Para peor, Valdovinos nos escamotea sin contemplaciones el vanidoso 
-aunque siempre placentero- juego de adivinar las citas, adjuntando al 
final unas innecesarias “Notas” que vienen a aclarar la procedencia de 
los versos. Quien no conoce a Lihn o lo conoce más o menos no se animará
 a leer el libro y por lo tanto no requerirá esa guía, y sus viejos 
lectores ya saben de dónde provienen todas esas citas, así es que no hay
 para qué. Los artículos académicos, en su afán científico, deben 
señalar sus fuentes, pero una obra literaria no está supeditada a tales 
exigencias, a no ser que la bibliografía funcione como estrategia 
artística, pero de nuevo este no es el caso y la gratuidad del recurso 
es manifiesta.
Lihn, la muerte, es un libro ineficaz por razones complejas y
 hasta interesantes, ya que no fracasa de buenas a primeras. En un 
principio suena prometedor: hay abundante información sobre un período 
histórico de crucial relevancia para nuestras letras, y aparecen en 
ocasiones párrafos notables; pareciera que va a despegar en algún 
momento, lo que, lamentablemente, nunca sucede. Si usted es de los que 
vive dándole una nueva oportunidad a aquello que, intuye, ya no tiene 
solución —y sin embargo vuelve a caer en la trampa de sus falsos 
brillos—, al menos este libro le deparará los placeres malsanos del 
iluso. Pero al poeta Lihn no lo hallará por ninguna parte.
Lihn, la muerte
Mario Valdovinos
Santiago, Desatanudos, 2012.


